Hace pocas semanas el profesor de microrrelato nos planteó un ejercicio que consistía en narrar una película o libro (yo elegí peli) en primera persona desde la perspectiva de uno de los personajes.
El objetivo era fijarse en rasgos característicos del personaje y utilizarlos como "herramientas de escritura" por así decirlo para contar la misma historia con un estilo lo más parecido posible al suyo.
Fue un gran fastidio para mí no tener oportunidad de compartirlo con el resto de compañeros, me hubiera gustado porque me esforcé por hacerlo bien. Pero el profesor dijo que no iba a poder ser, que teníamos trabajo atrasado, y que me había excedido en párrafos (le doy la razón, pues no hay más que saber que es una tarea encomendada por el profesor de Microrrelato, y mi narración no es precisamente demasiado corta).
En mi necesidad de que esta historia no quede en "deberes inútiles y olvidados", la publico en esta entrada. A ver si sabéis de qué film se trata.
Saludos, hermanos míos.
Verán; A la edad de 14 años, yo era un joven enrollado, o, de
acuerdo con nuestra jerga, un cheloveco joroschó que solía quedar con mis amigos, mis
drugos, en el bar lácteo koroba, donde piteábamos un poco de la deliciosa leche plus, con una
gran dosis de sympthemesco.
Tras unos sorbos, todo era espléndido, la ciudad era nuestra. Influenciados por la moda Nadsat, y colocados por dicha sustancia, salíamos a la calle con nuestras ropas blancas, bastones y gorros, y yecábamos a toda velocidad con el auto, palizábamos a los viejos brachnos, que siempre estaban donde no debían, y, cómo no, si se prestaba la ocasión, violábamos a alguna debochca entre los cinco.
Todo parecía ir bien, y es que, cuando tus días están llenos de acción, sin nada ni nadie que te
reprima, y vuelves a casa, y puedes slusar al grandioso Ludwig Van, alcanzas la felicidad plena.
Sin embargo, había algo que de verdad me disgustaba, la obsesión de Lerdo por quitarme el
poder en la banda, y convertise él en líder. Me molestaba porque Lerdo, como su propio
nombre indica, no era más que eso, un simple Gluco. Así que un buen día, que andabámos
caminando por una pasarela al lado del mar, lo tolchoqué con tal fuerza que
irremediablemente calló al agua.
¡Eso sí que estuvo de veras joroschó!. Luego cuando le tendí la
mano y la cogió, oh hermanos míos, esto también fue muy divertido, le rajé el brazo con mi
britba multiusos.
Pero al parecer para ellos no fue tan bueno como para mi, y me tendieron una trampa un día
que estábamos practicando el famoso Unodós con una ptitsa.
Me arrojaron en los ojos algo que ardía, y llamaron a los militsos, a fin de que me detuvieran y encerraran de una vez en la staja.
Nunca llegué a entender muy bien cómo unos que se consideraban verdaderos drugos podían
hacer semejante jugada a su líder.
Una vez allí, entre rejas, decidí que me convenía hacerme amigo del chaplino, es decir del
sacerdote, y fingí tener un repentino interés por la biblia y el culto a Bogo, aunque en realidad
lo que me gustaba era imaginar los latigazos a Jesucristo, su dolor portando la pesada cruz en
la que posteriormente iría a ser asesinado, y otros episodios violentos que en este libro se
narraban.
Todo esto a fin de reducir mi condena.
Pero, un buen día vi claramente la solución a mi encierro. Al parecer, había un método que se
estaba desarrollando en Europa y que permitía a las personas con trastornos psicológicos
reinsertarse, en mi caso, me ayudaría a olvidar la violencia.
Yo tenía claro (tan claro como el agua cristalina, tan claro como el cielo azul en una mañana de primavera) que esto no sucedería, pero mi obsesión por volver a ser libre y crapar (palizar) a
diestro y siniestro hizo que aceptara someterme a cambio de mi prometida libertad.
En un principio, el método no parecía muy desagradable; me llevaron al cine unos médicos y me hicieron videar todo tipo de películas violentas, escenas de nazis, escenas de mete saca
salvaje, escenas donde el crobo rojo rojo brotaba como agua de la fuente... y encima con Beethoven por banda sonora. ¡Qué maravilloso!.
Lo único molesto era que no podía girar mi quijotera hacia ningún lado, estaba atado y ubicado en frente de la pantalla, tampoco podía parpadear, porque tenía unas máquinas en los párpados para
sujetarlos y un médico echándome gotas para que no se me secaran los glasos.
También había una enfermera que me pinchaba algo, No sé muy bien el qué.
Al cabo de unos días, empecé a hartarme, y no solo eso, empecé a sentirme verdaderamente
enfermo, ya no quería videar más escenas, pero no tenía elección.
Llegados a éste punto,comencé a oponer resistencia, crichaba como un besuño, y la música de mi adorado Ludwig Van era ahora un straco para mis oídos.
Una vez empezaron a verse claros los signos de rechazo a la violencia en mí, me sometieron a
pruebas delante de un jurado, me presentaron a una filosa bien atractiva, sin más ropa que
unas bragas, pero los grudos al descubierto, y sentí cómo no me apetecía lubilular con ella.
Luego apareció un málchico maleducado que pretendía irritarme, y me obligó a chuparle la
suela del sabogo. Me apetecía tolchocarlo, pero no me veía capaz, tan sólo por pensarlo, me
subió una náusea horrorosa.
Definitivamente, se habían ocupado bien de lavarme el mosco.
Después de todo esto, el jurado decidió que estaba rehabilitado, y me devolvió la libertad.
Pero esto no fue tan bueno como pensaba; pues al regresar a casa de pe y eme (papá y mamá)
observé algo inaudito; me habían sustituido.
Se habían buscado a otro joven que ocupara mi cuarto, alguien que no se metiera en líos, y a quien casi querían como a un hijo.
Así que me fui, con el corazón hecho lonticos, a la calle a pensar. Allí me encontré, debajo de un
puente, con uno de los dedones (viejos) al que yo y mis drugos habíamos bredado una noche
salvajemente.
Éste estaba ahora con sus amigos, dispuesto darme una buena paliza, de la cual no pude defenderme porque una vez más me subía la asquerosa náusea.
Al fin los militsos llegaron pero, para mi sorpresa, éstos eran Lerdo y sus compinches, ¿cómo era posible que semejantes vándalos hubieran conseguido tal cargo?.
No lo sé, lo que sí sé es como me torturaron, me hundieron la quijotera en el abrevadero hasta casi ahogarme, mientras se reían y me cracaban con sus porras.
Cuando por fin se cansaron, yo estaba a punto de morir, no tenía dengo (dinero), ni casa, ni
amigos, y encima estaba malherido y comenzaba a llover.
Anduve cuanto pude hasta encontrar un hogar tranquilo y solitario donde, esperaba, me pudieran acoger al menos una noche.
Me abrieron la puerta y, una vez más, la suerte me jugó una mala pasada; era uno de los
ancianos a los que yo y mis drugos habíamos visitado en nuestras noches de jolgorio, y,
además, habíamos matado accidentalmente a su mujer.
En un principio no me reconoció, pero más tarde estaba yo en la bañera cantando Singing in
the Rain, y de inmediato recordó quien era, el mismo que entró a su casa cantando eso
mientras ponía en práctica terribles atrocidades.
Además, el tipo había leído sobre mí, y sobre el método Ludovico al que me había sometido.
Así que amablemente me invito a krunch krunch un delicioso plato de pasta, y luego a subir al dormitorio a sasnutar un rato.
Allí me encerró y me puso mi examada ahora odiada música de Beethoven. No podía salir, y para mis oídos este era el peor de los castigos. Volvía a tener ganas de vomitar, pero tampoco vomitaba, así que decidí poner fin a mi horrorosa nueva vida saltando por el balcón.
Acabé en el Hospital, no pude matarme. Pero de pronto era famoso, una prueba empírica del
resultado de un Estado que controla y reprime, un sistema que en lugar de reconducir el
crimen, decide cortar con él de raíz sin replantearse las posibles consecuencias.
Y, lo que es aún más maravilloso, el golpe me había reventado algo por dentro y de pronto volvía a tener pensamientos gloriosos de violencia y Ludwig Van. Ahora, ¡oh hermanos míos!, ahora sólo necesitabarecuperarme.
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